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Homenaje
al Dr. Ortega Spottorno (III)
Don Miguel Ortega, hombre normal
EL DÍA * Tenerife
20 DE FEBRERO DE 2007
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Continuamos la transcripción de los textos de las
intervenciones de las distintas personas que participaron en el homenaje
al Dr. Miguel Germán Ortega Spottorno, que tanto interés han despertado
en nuestros lectores y que han transcendido a áreas intelectuales o
políticas fuera de nuestras fronteras. Las ilustraciones inéditas han
contribuido al éxito. Los iniciamos (I parte) con la presentación de
nuestro colaborador y profesor Jesús López Medel, y a continuación (la
II) con la del Dr. Fernando Pardo, que fue su colaborador científico.
Hoy insertamos la de la profesora Isabel Ferreiro, de la Fundación
Ortega y Gasset y de "El Cultural", de El Mundo.
Agradezco a don Jesús López Medel y a la Real Sociedad Económica
Matritense la organización de este sentido homenaje a don Miguel Ortega
Spottorno, al que me uno honrada. Yo traté poco a don Miguel, por lo que
voy a hablar también poco. La primera vez que le vi, fue hace unos seis
años, recién incorporada a la Fundación, me pidieron que le acercara la
Revista de Estudios Orteguianos que hacemos. ("Tú, que vives
cerca, pues se la llevas de paso"). Eran las 3 de la tarde, llamé al
telefonillo, contestó él, (como luego comprobé) y nada más oír que era
algo relacionado con su padre (como también comprendí luego), dijo:
"bajo". En un momento, allí estaba el mismísimo hijo de Ortega, el
primero, el nacido en Alemania, al que su padre le había puesto el
nombre de Miguel con tanto esmero: por ser Miguel el nombre del labriego
alemán, del que vive en la tierra y de la tierra, algo tan acorde con su
filosofía, constante llamada a las cosas, a la tierra, a la realidad...
Y por ser también Miguel el nombre, continúa explicando su padre, de un
viejo amigo suyo, de ese español profundo y pobre que fue Miguel de
Cervantes.
Bueno, pues allí estaba don Miguel Ortega, a las tres de la tarde,
asequible, abierto a conversar. Agradecido, se interesó por la
Fundación, por mí... Se ofreció para lo que quisiera, para lo que
quisiéramos. Ofrecimiento que supe verdadero, vi que ahí estaba,
deseando compartir el recuerdo de su padre con todo aquel que tuviera
interés. Por ello animé a don Jesús López Medel a que le llamara, con
ocasión de la presentación de su libro sobre Ortega y el Derecho, y, en
efecto, en seguida le brindó su amistad, y así nos acompañó afectuoso el
día de la presentación en esta misma sala; como también animé al
profesor Llano a que le invitara a participar en el libro que coordinó
en conmemoración del cincuenta aniversario del fallecimiento de Ortega,
y de nuevo nos acompañó y honró a todos los que en él colaboramos con un
precioso prólogo dedicado a la memoria de su padre.
Me fui de camino a casa pensando en él, impresionada por las
inverosimilitudes de la vida, yo con el hijo de Ortega. Pensé en cómo
había bajado sin pereza, en lo que ese gesto espontáneo indicaba.
Nobleza obliga, me vino a la cabeza, máxima tan orteguiana. Él, noble
hijo de su padre, sentía la obligación gustosa de atender a quien se
presentara por motivo de su padre. A partir de entonces le vi con
frecuencia por el barrio, él no me reconocía, alguna vez le dije algo,
que le iba a ir a visitar..., "cuando quieras", me respondía. Pero la
mayoría de las veces le observaba, me pasmaba esa coincidencia del
tiempo y el espacio, verle en este mundo tan distinto del que él venía.
Paraba a mis hijas para que le miraran, les decía que era don Miguel
Ortega, hijo de Ortega y Gasset, quien les es familiar a fuerza de ver
sus fotos y oír su nombre cotidianamente. Alguna vez le vimos venir del
mercado con una bolsa llena de verduras. El gusto por la vida, que es el
gusto por cada momento, ésa era la impresión que me daba. Su padre en su
primer libro, Meditaciones del Quijote, de 1914, ya nos propuso
la tarea de "convertirnos a lo inmediato"; don Miguel, su hijo, parecía
cumplirla. También le veía pasear por la calle Miguel Ángel, iba y
venía, y en uno y otro venir hablaba con algún vecino, con algún
camarero del "Vips", atento, pausado, vuelvo a decir: abierto a lo que
el momento brindara. Yo pensaba tontamente: "Este camarero no sabrá
quién es", pues eso nada importaba, se trataba simplemente de un
intercambio grato, de un hacer la vida amable, de un cuidar cada uno de
sus momentos.
Un día le visité con mi compañero Javier Zamora. Nos acogió cálido en
su salón despacho, lleno de recuerdos, de fotografías delante de los
libros, sobre todo de su padre, aunque también de otros intelectuales
amigos, de Gómez de la Serna, Besteiro, García Morente, Baroja...
muchas hechas por él en excursiones en que había acompañado a su padre.
También tenía en la librería la máquina de escribir de su abuelo José
Ortega Munilla, y el cartelito cariñoso que le había hecho de niño con
las letras A y B pegadas: para que "cuando seas mayor y sepas leer,
recuerdes que tu abuelito Pepe te enseñó el comienzo del abecedario".
También tenía una reproducción del cuadrito de Regoyos del paisaje con
el trenecito que describe Ortega en El Espectador, y tanto juego
le da para describir el continuo aliento de la vida mientras hay vida.
Cuadrito que, según me contó Paulino Garagorri, quien tiene otra
reproducción, hizo Ortega que se lo pusieran delante de la cama el día
antes de morir. En fin, había allí un tesoro de recuerdos, tan conocidos
por mí por un lado pero que se me hacía tan raro verlos por otro... Le
pregunté por Husserl, quien le hospedó mientras estudió en Alemania, y
me dijo con la precisión de palabra de su padre: "Normal, como todo gran
hombre". Luego añadió que eran ya muy mayores él y su mujer, y que le
cuidaron como a un hijo. Nos volvió a ofrecer cuanto necesitáramos, que
ahí teníamos su casa y a él. Y no era un ofrecimiento hueco,
protocolario, era palpable que era verdadero, allí estábamos de hecho
con él. Comprobé esa confianza y generosidad orteguianas de su abuelo,
de su padre, que habían abierto las páginas de los lunes de El
Imparcial y de la Revista de Occidente, sin mirar nombre, tan
sólo calidad. Así abría don Miguel su casa, sin mirar más que el afecto
o interés que se mostrara por su padre. Así tenía en su mesa los libros
de mis compañeros y también el mío, todos desconocidos, pero a los que
él daba su aprecio.
Poco más puedo decir, seguí viéndole pasear. De repente, un verano me
pareció algo desmejorado, iba con zapatos más cómodos, hasta que eché de
menos verle y supe por don Jesús López Medel que había estado enfermo.
Le visité hace aproximadamente un año, un jueves por la tarde, que era
cuando tenía su tertulia con sus amigos, y ya estaba don Miguel bastante
desmejorado pero seguía tan afectuoso, si acaso más, haciéndonos sentir
en nuestra casa, sin acaparar atención alguna, encantado de la compañía,
todo le parecía bien: si te tenías que ir o si te podías quedar,
abierto, ahí estaban él y su casa. Mencionó que había llevado a Einstein
a Toledo y entonces aproveché para preguntarle por los termos de café
que su padre llevaba cuando iba de excursión y me dijo "sí, se los
llevaba yo"; y también le pregunté por el propio Einstein y me volvió a
contestar, como con Husserl: "Normal, como todo gran hombre". Y tan
claro como don Miguel lo decía veía yo en él a un hombre normal. Y qué
difícil ser normal, y más siendo hijo de una gran personalidad, como era
su caso. Ser normal que es la misión de todo hombre: encajarse,
aceptarse, ser sencillamente el que se es, en cada momento, con cada
persona, como invita la máxima de Píndaro tan repetida por Ortega. Y eso
me pareció don Miguel, un hombre infrecuente por "normal".
Isabel
Ferreiro
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